Novela Technotitlan: Año Cero (segunda parte)

Esta es la SEGUNDA parte de la novela de Technotitlan: Año Cero. Consta de 10 capítulos. Después de acabar esta SEGUNDA parte, favor de recordar que son cuatro partes. Se publicó en Internet por primera vez en 1998. Se publicó impresa en edición de autor en 1999. Aquí está de nuevo.

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Aquí hay cine, rock, tv, historia, ciencia, temas de tendencias, comentarios de noticias, y mil cosas más que se me irán ocurriendo... Por otra parte hay más blogs, tengo uno de cuentos, otro es sobre las crónicas de nuestras guerras secretas, Además el de mis novelas, esos están allá a la derecha. Sean bienvenidos...

Monday, October 30, 2006

15. Bisontes

Unos sonidos del cuarto de control le llamaron la atención y lo volvieron a despertar en forma abrupta de sus recuerdos. Estuvo divagando un poco más por ahí, pero la hora de la prueba estaba por llegar.
Poincaré había encontrado en una de sus últimas correrías o raids por las bibliotecas de japoneses allá en universidades y centros académicos de Lost Angeles y Saint Francis, Co., librerías completas de módulos, objetos y demás piezas de software y soporte lógico que le habían llamado la atención. Éstos ya incluían verdaderos desarrollos en ambientes de estimulación sensorial total, vulgo, la tan elusiva realidad virtual de alto grado y de extrema calidad de involucramiento.
Poincaré averiguó que los japoneses habían, según su costumbre, logrado mejorar algunos diseños ingleses y estadounidenses y ya estaban ensayando a pequeña escala con escenarios virtuales completos.
Éste, con su punto de vista e intuición un tanto heterodoxa en un mundo de heterodoxos, de inmediato le advirtió posibilidades de combinarlos con otras tecnologías relativas a nanomotores, sensomotores y efectores. Estos podían ser ajustados y ordenados para definir una máxima sensitividad para el usuario que podrían llevarlo a escala, incluso, de poder percibir hasta una mínima brisa de aire simulada.
Ajustes, desarrollos de motores, bibliotecas, todo fue alimentado a LIZ.
LIZ era el nombre del cluster local de arreglos masivos puestos en paralelo, de procesadores-computadoras con capacidad de potencia de hasta decenas de miles de Babbages o BIPS (billones de instrucciones de computadora por segundo) redireccionados y, lo mejor de todo, disfrazados y diluidos para que ninguna investigación de los husmeadores comités de normatividad pudiera saber hacia dónde llegaba toda esa potencia.
Poincaré hacía todo eso parecer sencillo, uno tras otro se dedicó a resolver sus pendientes (por más que se le insistía, él no trabajaba en paralelo, varias tareas a la vez; él funcionaba sólo de manera serial, una tras otra, la mayoría de las veces, al menos). Faltaban la preparación de los sensores, la calibración de los múltiples procesos en paralelo, poner en acción los detonadores en la secuencia correcta de las miles de redes neurales y algoritmos genéticos en acción, la sincronía entre los muy-ultra-micro-procesadores en el traje de Michael y los procesadores periféricos de LIZ. Y todas esas actividades ya las estaría terminando en cualquier instante, una tras otra…
Michael ya había caminado alrededor del salón por más de quince minutos y se sentía cansado, y cada vez más tonto, por estar vestido como estaba: visor, mallas y guantes.
—Poinc, te estoy esperando...
Poincaré le contestó desde afuera:
—Espérate, que no es cualquier «configúrame ésta»… Además, ¿qué prisa tienes, si apenas llevamos una hora y media? ¿Por qué mejor no corres otra vuelta...? Me preocupa que no hayas probado al máximo el expulsor de sudor…
—Lo haría, pero creéme que me gustaría más que me conectaras la tevenet al visor. Es más, voy a correr, pero sólo si me pones alguna imagen interesante en las pantallas de las lentillas… es muy aburrido caminar a lo largo de un gran salón sin nada que ver más que paredes. ¿No tendrás de entre tus librerías un paisaje lunar o uno a lo largo de un cráter de volcán o en las profundidades del mar? O mejor, ¿qué te parece...?
—Espérame un minuto... no me distraigas…
Michael, que parecía desorientado, obedeció a su amigo. Sólo veía el gran salón del almacén, la puerta grande, los ventanales. El piso estaba todavía sin los delimitantes de los corredores. Sería un almacén de gran volumen cuando lo acabaran de terminar. Por todos lados había polvo acumulado de los trabajos de yeso del techo.
El traje estaba ajustado a su cuerpo. Michael estiraba los brazos lo más que podía. Flexionó los dedos ocultos por la «dermocubierta», como la denominó su amigo metatécnico, y se los pasó por su cara. Sintió sus mejillas y sus mejillas percibieron sus dedos.
Y esa fue la sensación precisa: «Sintió» su propia cara por sobre los guantes, las cejas, los labios, la barba crecida de dos días.
Sonrió satisfecho.
Se escuchó la voz del metatécnico:
—Ya está… ¿qué ves por los visores?
—Todo el salón.
—¿Nada más…? ¿No ves difuso?
—No... sí, quiero decir… espera, siento como si algo estuviera pasando…
—¿Y ahora?
—¡¿Qué?! Y en ese mismo instante su misma realidad se disolvió en un conjunto de sombras y luces. Michael se sobresaltó por la luz del sol. De manera instintiva cerró los ojos y se tapó estos con las manos porque el…
«…sol… ¿el sol…? ¿Y el techo? ¿Cuándo se abrió el techo?»
De inmediato se sintió estúpido ya que estaba consciente de que seguía dentro del gran almacén.
Al principio, Michael percibió que sensaciones ilógicas en conjunto brincaban de un lado a otro dentro de su cerebro, produciéndole un ligero mareo. Una confusión lo invadió. En su estómago flotaban mariposas, pero no las de la especie romántica, sino de las que avisan que lo que viene a continuación es pánico. Intentó serenarse.
No sabía dónde estaba. Por un momento creyó ver visiones cuando vio venir hacia él a una nube de polvo. Antes de entrar en ella, alcanzó a voltear la cara cuando percibió una contundente ola de aire caliente que lo abrasó haciéndolo cerrar los ojos. En eso empezó a golpearlo, sobre todo en las mejillas, un polvillo que le creó una sensación de molestia y comezón.
Entre la pequeña tormenta de polvo miró hacia el suelo y se agachó como pudo a examinarlo con mejor atención. Ahí había una abundancia de piedrecillas y arena entre las que tomó polvo por entre los dedos de la mano. El polvo que no alcanzaba a volar con el viento parecía disolverse entre ellos a medida que lo trataba de detener.
Decidió no pensar en todo lo extraño y se decidió aceptar la experiencia, tal como Poincaré le dijera. Rechazó pensar incluso en la tentadora idea de que allí no podía haber nada.
El polvo era de color rojizo, como el de la arenilla que parece ser parte de la consistencia de un ladrillo común. Michael pensó, despreocupado, en el lugar de donde provenían los ladrillos.
Volteó para ver el panorama que tenía ante sí de manera más completa.
A su izquierda y a su derecha había unas montañas de una altura indefinida cuyas laderas rebosaban de pinos y de vegetación, frente a él, al centro, estaba una especie de planicie. Y el cielo...
El cielo estaba de color azul con tonos amarillentos aquí y allá. Al principio no se había percatado pero era cierto, este cielo aquí era de un azul enfermizo, como contaminado por la tolvanera de polvo que ya estaba cesando.
Poincaré ahora sí se había lucido. Michael estaba ahora muy entusiasmado por la labor de su amigo. Temperatura, consistencia, percepciones sensoriales correctas, presión de la luz inclusive, sensaciones a nivel de respiración, transpiración. Juzgando el aspecto visual, todo estaba excelente… pero bueno, concluía, lo visual en realidad virtual ya estaba resuelto desde hacía mucho tiempo, pero los demás sentidos…

Al levantar las manos delante de él vio sus propios brazos como si trajera una camisa de manga corta. Al pasar sus dedos por sus brazos sintió la finura de sus propios vellos con sus dedos. No veía los guantes y bien podría dudar que se los hubiera puesto al principio.
—Sensibilidad al tacto, correcta —dijo para sí, a manera de verificación.
Miró hacia el sol con cuidado, falso quizá, pero aún luminoso e inclemente. Éste colgaba del cielo en una posición indefinida en el amanecer o en el atardecer. En cualquier momento lo sabría.
Intentó en voltearse a cualquier otro lado para probar la visión en todo el horizonte que lo rodeaba. Luego decidió caminar un poco alrededor, atento a sus reacciones de pesadez, cansancio o sofocación.
Conforme avanzaba se daba cuenta de la altura de las montañas que lo rodeaban. Pasando unos cinco minutos, miró hacia atrás. Vio en el suelo sus huellas que provenían desde más de ciento cincuenta metros atrás de él.
Fue entonces cuando empezó a percibir una pequeña vibración proveniente de su izquierda.
—Michael, ¿me escuchas?
—Sí, ¿qué?
—Me estaba preguntando si no estarías mareado o desorientado… recuerda que ésta es tu primera vez en una realvirt de esta calidad y podrías sentirte mal.
—No, estoy bien,
—¿Probaste la definición y la resolución?
—Creo que están correctas.
—¿Ya probaste al detalle el umbral de sensaciones?
—Bueno… el visual al menos… el paisaje que escogiste está bien, aunque tal vez pudo estar más variado… pudiste haber puesto flores, arbustos, matorrales… espinas, de perdido.
—Acuérdate que este paisaje contiene un cierto grado de aleatoriedad y fractalidad. ¿Qué te parece la percepción de los colores?
—El color del cielo que escogiste parece que está un poco apagado… ¿no debería el cielo azul estar así… digo, de color cielo… celeste, tú sabes...
La voz de Poincaré no se dejó esperar.
—¿Azul cielo? Creía que estaba bien. ¿Qué te parece este tono?
Michael vio como los tonos amarillentos se fundían en el celeste y desaparecían en cuestión de segundos.
—Me parece mejor. Mucho mejor.
Mientras hablaba Poincaré, Michael siguió sintiendo la vibración. Tal como acordaron de antemano, la comunicación entre ambos sería mínima para acentuar la hiperrealidad. Estuvo a punto de decir algo cuando inhaló de manera casual.
El aire invadió sus pulmones. Este aire llevaba una cierta esencia distinta. Llámese un olor natural, un olor a campo, un aroma indefinido, pero que se alcanzaba a percibir como de claro origen biológico, con acentuación posible en el origen vegetal. Intenso, vivificante, sano, saludable.
Como si una corriente de aire hubiera pasado a través de un bosque (esa era una experiencia no muy frecuente pero que cuando Michael la percibía, de manera inexplicable, evocaba a su padre) y así, sin el «acondicionado» extra, una brisa poderosa le llegaba a sus pulmones. Era intoxicante.
Michael sabía que ése era uno de los miles de detalles que Poincaré había mencionado que lo podían convencer de que estaba en una verdadera realvirt.
Y todo era increíble porque, además, de las imágenes, sonidos y sensaciones, sabía que aún ese aire era producido por LIZ.
Miró hacia el cielo y ahora sí pudo distinguir las nubes. Quedó ensimismado un momento, hasta que volvió a percibir la vibración en el piso.
—Michael, ¿estás ahí?
Hubo una pausa de Michael antes de contestar.
—¿Sí?
—Oye, te veré en un rato, acabo de recibir un mensaje, alguien quiere que me comunique allá arriba. No tardo. Ponte a jugar. Con cuidado, por favor. Nada de euforias.
—No problem —Michael agregó, de buen humor—: ¡Cambio y fuera!
No se sentía del todo cómodo. Al traje habría que hacerle algunos ajustes, aunque debía aceptar que no lo «sentía» en absoluto. Sabía que en algunas partes y junturas habría que apretar o aflojar cualquier detallito. Siguió con sus pruebas sencillas.
Levantó las manos al cielo, hacia donde estaba el sol. Ahora creyó que el sol se estaba escondiendo.
Siguió caminando. Sólo el viento rozando sus mejillas y el continuo sonido de la vibración lejana en la tierra le hacían compañía.
Michael sabía, además, de que debía ser consecuente con el hecho de la experiencia total, cuatro horas dentro del traje, un traje que tal vez ni siquiera podía quitarse solo, y del que ni siquiera podía quitarse el visor ni los audífonos. El único deseo que podía sentir era el de una sed inducida por la misma luz solar, pero la cual podía satisfacer con el minúsculo tubo conductor de agua que desde un pequeño contenedor, todo invisible desde su posición, ascendía hasta su boca.
Se volteó para ver hacia dónde se había movido el sol y las sombras de la montaña. No alcanzó a distinguirlo esta vez porque éste estaba oculto por un conjunto de nubes oscuro que se empezaban a juntar. Se dijo en voz baja:
—Lluvia… Va a llover.
Un fulgor de luz se iluminó en el fondo. Empezó a contar:
—Uno... dos... tres... —El estruendo del trueno llegó rápido. De hecho, se le hizo que el estruendo había sido demasiado rápido.
Ahora, al ver hacia el horizonte, le llamó la atención una cortina de polvo que no parecía ser parte de las nubes de arriba, con tonos rojizos tales como los del polvo que el pisaba. Lo interesante de la nube de polvo era que crecía y que sólo significaba que venía hacia él a toda velocidad.
—¿Qué podrá ser eso…? —Se preguntó.
La roja cortina de polvo se hacía mayor cada segundo. Todavía no se veía algo que la hubiera podido provocar. Se sintió preocupado. La brisa empezaba a hacerse notar demasiado. Una esquirla de polvo le pegó en una mano y se encontró con que le ardió el golpe, que con todo que fue pequeño, no dejaba de ser lacerante.
Con un pequeño esfuerzo de sus ojos trató de alcanzar a ver lo que provocaba la columna de polvo, pero era inútil.
Al mismo tiempo que la vibración aumentaba pudo distinguir una pequeña mancha oscura que parecía venir hacia él. De hecho, esa mancha y las demás que venían detrás no parecían venir hacia él. Más bien era él el que se atravesaba en el camino de las manchas. De repente, a las manchas individuales les salieron cuernos. Era una gran manada de bisontes y estaban embistiendo.
—Una estampida...
Michael volteó a buscar un refugio que no aparecía por alguna parte.
Recordando la sensación de la esquirla en la mano, que aún le ardía, Michael sólo alcanzó a decir:
—Poincaré, ¿dónde me metiste?
Los bisontes avanzaban a todo galope, devorando metros de manera rauda. Michael estaba paralizado en sus dos pies. Pero eso le duró sólo un segundo. Comenzó a planear hacia dónde correr. Calculaba que le quedaba un minuto antes de que las bestias lo alcanzaran, si le iba bien.
Notó que la vía de escape más accesible era subir hacia la ladera de alguna de las montañas para refugiarse en los pinos. Éstos, aunque lejos, le ofrecían seguridad.
Poco sabía de bisontes, sólo que en una estampida éstos se movían con una fuerza tremendísima y arrollaban todo a su paso, y que, si seguía donde estaba, lo aplastarían. El hecho de que fueran creaciones virtuales no importaba mucho. LIZ de seguro se había encargado de ajustarlo a él, a Michael, dentro del escenario. Y a las bestias también. Empezó a correr. A correr de verdad.
Eso sólo significaba, según las reglas que le explicó Poincaré, que los bisontes lo «verían» y reaccionarían ante él como con otro cuerpo más. Por tanto, si las bestias lo alcanzaban o lo embestían, él lo resentiría. Y mucho.
Corriendo, no muy lejos vio una formación que le ofrecía un risco no muy alto. Al llegar al pie del mismo comenzó a escalar de inmediato. Allí los bisontes no lo alcanzarían.
Éstos se acercaban. Su penetrante olor estaba llegando, gracias al viento. La cortina de polvo rojo cubría ya todo el horizonte. Ahora la vibración era insoportable y el sonido de los mugidos, ensordecedor. Pasarían de largo y ni él ni el risco estaban dentro del rango de visión de las bestias. Por lo menos así estaría a salvo.
Michael ya casi se encontraba en la parte superior del risco, sitio más tranquilo, hasta que de repente vio, lleno de angustia, que los bisontes del flanco más cercano a él, comenzaban a ser empujados hacia donde se había parapetado. Se escucharon más mugidos y balidos desesperados. El polvo rojo comenzó a cubrir todo su panorama. Empezó a sentir sofocación. El estruendo era tremendo. Las bestias, manchas oscuras borrosas, peludas, jorobadas y con cuernos, de más de cuatrocientos kilos corriendo a más de cuarenta kilómetros de hora, pasaban por delante en un desfile maniático, impresionante.
Michael ya no quiso esperar más:
—¡Poinc! ¡Poinc! ¡Contéstame…!
Poincaré no contestaba. Sus manos le empezaron a sudar.
Se encontraba a sólo dos metros de altura del piso desde donde estaba pasando la manada de bisontes. Casi no podía ver, por la inmensa cantidad de polvo que se hacía más denso, conforme al paso de los animales.
—¡Por favor, Poinc! ¡Contesta, maldición!
Michael sabía que el dolor simulado era ajustable, y también sabía que era de sentido común que el umbral de sensibilidad de la dermocubierta estuviera en un nivel bajo en cuanto a dolor se refería. Pero esto fue inaceptable para él, puesto que consideraba que no era objetivo para las pruebas en cuestión… Debido a eso los niveles de sensibilidad eran los normales. Cualquier impacto, por mínimo que fuera, sería igual que un impacto en la realidad.
Él era un convencido de la objetividad, en principio por lo menos, y cuando nadie había hablado de bisontes o de estampidas.
Sintió las primeras gotas de lluvia. En menos de quince segundos ésta lo cubrió todo, agregándose más al caos. El agua empezó a chorrear poco a poco por sus ojos, sus mejillas y sus brazos. El sol ya había desaparecido, cubierto por las nubes.
En forma repentina uno de sus pies resbaló, y si no es por su rodilla que se atoró con un pequeño saliente, hubiera caído hacia el ya muy próximo paso de los bisontes. La rodilla comenzó a dolerle demasiado. Se había lastimado otra vez el mismo nervio dentro de alguna articulación que lo hacía sentirse mal a la hora de hincarse o al estar en posiciones similares... como en la que estaba ahora.
Los bisontes empezaron a pasar muy cerca de su risco.
Michael vio con espanto cómo unos animales con la lengua de fuera y los ojos desorbitados, pasaban a toda velocidad. Era un espectáculo asombroso, fascinante.
Una pantalla de polvo más densa le nubló la vista de nuevo. Empezó a toser porque las partículas de polvo también le escocían la nariz.
Michael ya no discernía con exactitud dónde LIZ intervenía y dónde él experimentaba la «realidad». Su corazón palpitaba con fuerza.
Su pensamiento se interrumpió cuando un bisonte fue proyectado hacia arriba por sus compañeros de manera espectacular. Michael vio de frente la absurda testa y cornamenta de éste. Las patas del animal trataron de apoyarse en esfuerzo inútil sobre la pared, a menos de un metro de donde estaba él, apenas parapetado de rodillas. Del hocico de la bestia salía espuma y Michael miró de manera incrédula como ésta a su vez se le quedaba viendo con cierta impotencia inexplicable, en una mirada agonizante. El bisonte estaba muriendo frente a él, aplastado con toda la violencia y el drama real que sólo la naturaleza contiene y dosifica. Ya no pudo ver más porque el animal fue arrastrado por las demás bestias.
Michael seguía tomado de unas piedras salientes del risco, cuando sintió que el polvo disminuía, pero al voltear a ver, sólo notó que el flujo de la manada aminoraba un poco, mas no así el peligro. La lluvia ya había menguado.
—¡Poinc! ¡Poinc! ¡Detén esta cosa!
Gritó, sin resultados, pues sabía que el metatécnico no estaba cerca y que era muy probable que no le escuchara, entre todo el gigantesco alboroto del ruido de la manada en estampida. Empezó a sentir miedo de que algo malo le hubiera sucedido a su amigo, no tan sólo por Poincaré sino también por él mismo.
La rodilla herida le empezó a temblar. Ahora estaba empapado. Comenzó a jugar con la idea de que todo era una ilusión, pero tanto el dolor en su rodilla, lo mojado de su cara, y el cansancio debido a la posición incómoda eran todos reales.
En eso, las piedras del risco cedieron un poco quizá debido a la lluvia, y Michael quedó colgado de éstas, apoyado de un solo pie, y agarrado con sus manos al risco tambaleante, que al parecer estaba a punto de desgajarse por las vibraciones y por el agua chorreante.
—¡Malditas vibraciones! ¡Poinc, me voy a caer! —gritó.
Los mugidos subieron de nuevo de intensidad. El polvo aumentó otra vez. Miró incrédulo cómo los bisontes cercanos saltaban a sus compañeros agonizantes. Algunos bisontes estaban muertos. El piso a sus pies estaba lleno de piedras y lodo.
En ese momento, Michael se soltó y cayó desde una altura de un metro y medio al nivel del suelo. Mientras se dolía vio al primer animal dirigido contra él, y aun con todo el miedo, apenas tuvo tiempo de reaccionar pegándose a la pared del risco todo lo que pudo, ocupando casi el contorno del hueco por más mínimo que fuera, pero no pudo evitar un impacto contra su brazo. Aunque sólo fue un rozón, le causó, sin embargo, un dolor fuerte que le hizo contorsionar su cara. El animal que se lo causó ya estaba adelante. Pero ya venían los siguientes animales...
—¡Poooinc! —Volvió a gritar, desesperado.
De manera absurda, la respuesta llegó electrónica y calmada.
—Ya llegué y ya lo vi, no te apures… aquí lo desconecto —la voz tranquila, ilógica en ese lugar, del metatécnico resonó dentro de la cabeza de Michael mientras éste se debatía ya a pocos segundos del pánico total.
—¡¡¡¡POOOINC, APÁGALO YAAAA… POR FAVOOOR!!!!
—¡Ya voy, ya voy! ¡Espérame, que esto lleva una cierta… secuencia de comandos!
Más bisontes se le acercaban con toda la ferocidad reflejada en sus ojos, en su lengua y en su espuma, dirigiéndose a aplastar su constitución física. El primero de esta serie, a punto de empujar, ahora sí, con toda la violencia posible de cuatrocientos y pico de kilos, el costado izquierdo completo de Michael contra el risco. En el momento preciso del impacto, éste cerró los ojos.
La llovizna caía.
—¡Dios! —Exclamó Michael, en voz baja. Volteó la cara esperando lo peor.
En un segundo, el fragor de los miles de pezuñas que golpeaban con rapidez el piso lodoso, la vibración circundante, los sonidos de los mugidos, la violencia de una estampida en sí, el polvo revolvente, la llovizna, todo se disolvió en la nada.
Michael abrió los ojos de inmediato. Incrédulo, ante sí tenía el gran almacén vacío.
Los pasos a su espalda no lo hicieron voltear. La voz de su amigo resonó en el espacio desde atrás de donde se encontraba. Comprobó, extrañado, que la voz ya no venía de su cabeza.
—Siempre lo he dicho: una cosa es ver bisontes en documentales sobre la naturaleza; otra es verlos en una película; y otra, muy diferente, sufrirlos en realvirt, ¿no?
Michael se volvió y lo miró aún sin poder creerlo. Su cara estaba tensa, llena de sudor, contraída como si soportara un dolor, su cuerpo estaba encogido, y con su brazo, se sostenía el otro que le dolía. La rodilla le temblaba también. Respiraba en forma acelerada. Su corazón seguía palpitando fuerte.
—Te tardaste… demasiado… Me dan ganas de golpearte, Poinc… Me dejaste mucho tiempo solo...
El aludido extendió los brazos, a manera de defensa.
—¿Qué querías que hiciera? Discúlpame, pero es que me hablaron de arriba. Me preguntaron quién podría estar consumiendo recursos de LIZ como un loco… ¿Querías que ellos se dieran cuenta de que alguien utilizaba a su angelito para un experimento personal? Me matarían…
—A mí sí que casi me matan. Además, pensé que habías arreglado la redistribución de recursos de LIZ para evitar que se dieran cuenta…
—Primero, a lo que dices que casi te matan, no lo creo. Bueno, el susto sí te pudo haber matado. Antes de apagar todo vi tus medidas muy adrenalizadas… Por lo demás, no sé… quizá me faltó afinar un poco más el método de redistribución de recursos.
—Bueno, ya —Michael aceptó la explicación de su amigo—. Oye, ¿y los dolores que sentí? Mi rodilla me sigue doliendo un poco…
Poincaré le quitó el seguro al casco flexible de la cabeza dando una secuencia en un pequeño tablerito de membrana del lado del cuello de Michael. El cuello también estaba lleno de sudor.
—Estás empapado —apuntó hacia la pierna de su amigo—. ¿Qué le pasó a tú rodilla?
—Me la golpeé en el risco que estaba por allá atrás —Michael se volvió pero no vio más que las estructuras listas para armar los anaqueles.
Poincaré se le quedó viendo. A continuación preguntó:
—¿Puedes caminar? ¿De qué risco hablas?
Michael seguía estudiando las estructuras metálicas con atención.
—¿De dónde estaba colgado?
—¿Qué?
—Sí —Michael apuntó hacia donde hacía unos minutos había visto casi pasar su vida enfrente de él—, me colgué de unas piedras cuando los bisontes pasaron enfrente de mí. De hecho, estaba de pie en un risco. Y veía todo hacia abajo…
—No sé de que hablas… tendría que ver la grabación de lo que veías y revisar el escenario.
Michael le contestó en forma irónica:
—O sea, que reconoces que no sabías qué iba a pasar. ¿No que lo tenías todo controlado?
Él protestó:
—No, Mich, yo nunca te dije que lo tenía todo controlado…
—Poinc, ¿qué hubiera pasado si no hubieras llegado a tiempo? ¿Hubiera muerto aplastado por esos animales?
Su amigo le sostuvo la mirada y sólo alcanzó a decir:
—Bueno, los experimentos de realvirt que yo he hecho nunca llegaban hasta este punto... y los demás de los que he sabido no han envuelto peligros físicos para nadie, pero no lo sé…
Michael se levantó la malla del traje hasta su rodilla para examinársela.
La rodilla estaba raspada y rojiza, y aún tenía señales de haber estado mucho tiempo contra una superficie arrugada, que tuviera muchas piedras diminutas.
Y sin duda los dos sabían que no podía haber sido causado en parte alguna de todo el almacén vacío.
Pero ya era tarde y Michael tenía prisa. Molesto, replicó:
—Está bien, nada me pasó. Ya me voy a clase y tengo que prepararme para hablar con Erasmo… y antes, además, debo bañarme.
—Espero que no te sea difícil…. Eso, hablar con Erasmo.
Michael no contestó. Se alejó cojeando un poco.

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